Ataviado con su boina y la pintoresca carreta en la que carga a cuestas su instrumento portátil, Luis Lara, uno de los menos de 50 organilleros que quedan en Chile, recorre las calles semivacías de la capital haciendo sonar sus canciones a cambio de unas monedas.

Su reconocible melodía se abre paso entre los viandantes que la identifican incluso a varias calles de distancia: ¡Ahí viene el organillero!”, se oye, y a menudo se paran en pequeños grupos para contemplar en acción a uno de los escasos ejemplares de esta especie en extinción del folclore chileno.

La llegada de la pandemia el pasado marzo y los cinco largos meses de confinamiento posteriores, silenciaron los organillos de estos buhoneros, y algunos de ellos se vieron obligados a adaptar su profesión y pasearse de balcón en balcón para que les lanzasen, con suerte, algún billete.

“Estuvimos cuatro meses y medio sin poder trabajar, sobrevivimos gracias a lo que ahorramos en verano”, aquejó Lara, que lleva 44 años girando la manivela de su organillo, adornado con banderolas de colores, molinillos de viento, caramelos y otros chismes que él y su mujer, con la que comparte oficio, venden para ganarse la vida.

Chile, con más de 400.000 infectados y 10.958 muertos, parece haber superado el pico de la pandemia y se encuentra en plena apertura gradual de la economía y desconfinamiento que está devolviendo a la gente a las calles.

La ministra de Cultura de Chile, Consuelo Valdés, explicó a Efe que el gremio de los organilleros, que sufre desde siempre las desventajas de ser un trabajo informal, se ha vuelto “mucho más vulnerable” a raíz de la crisis sanitaria “porque depende de la suerte de la calle”.

“La pandemia ha dejado al desnudo la precariedad, la informalidad del sector cultural y la deuda histórica que tiene el Estado respecto al sector, sobretodo en casos como el de los organilleros”, agregó Valdés en una entrevista virtual.

Fuente:  EFE