Los cuadros del pintor italiano Bernardo Belotto fueron la clave. Los arquitectos polacos de posguerra los utilizaron como base para reconstruir el Centro Histórico. El resultado fue maravilloso. Basta con recordar las escenas de Polanski en El Pianista: los escombros, el grado de destrucción, para comprender como el corazón agonizante de los polacos en 1945 se recuperó para devolverle vida a la Varsovia de sus mejores días. Fuera de la Ciudad Vieja, la arquitectura soviética agrava el tono. Elefantes grises y sus miles de ventanales defienden el recuerdo del comunismo en Siglo XXI.

Polonia no es el país más comercial de Europa, tampoco la más cosmopolita, pero sí una de las más regionalistas. Es su idioma, su gastronomía o quizá sus rostros de finos trazos y adustas miradas lo que te arropa de su cultura.

Son también los billetes de zloty (moneda nacional) con imágenes de duques polacos o la marcada predilección por el catolicismo en el continente más agnóstico. Es la Polonesa de Chopin sonando en la Plaza o las estatuas del revolucionario Copérnico y de Jozef Pilsudski, considerado el principal responsable de que Polonia consiguiera la independencia en 1918. Porque es digno de remarcar que esta nación ha tenido ya demasiadas historias de yugo: austrohúngaros, rusos y alemanes. No es el sometimiento a cada imperio lo que ha constituido el carácter de los polacos, sino como han levantado la mirada después de los golpes.