Por décadas, la madrugada del 20 de diciembre de 1989 ha permanecido grabada en la memoria colectiva de Panamá como una herida abierta. Lo que comenzó como una operación militar extranjera terminó redefiniendo la política, la sociedad y la identidad nacional del país.

En los días previos a la invasión, el ambiente en Panamá era de incertidumbre y miedo. El país vivía una profunda crisis política tras la anulación de las elecciones de mayo de 1989, en las que había resultado ganador Guillermo Endara. El general Manuel Antonio Noriega, jefe de las Fuerzas de Defensa de Panamá, mantenía el control del poder pese al aislamiento internacional y las sanciones económicas.

Las calles estaban militarizadas, el toque de queda era frecuente y los enfrentamientos entre tropas panameñas y soldados estadounidenses apostados en la Zona del Canal aumentaban. El 16 de diciembre, un oficial estadounidense murió tras un incidente con fuerzas panameñas. Cuatro días después, Panamá se convirtió en escenario de guerra.

A las 12:46 a. m. del 20 de diciembre, sin declaración formal de guerra, Estados Unidos lanzó la Operación Causa Justa. Más de 25 000 soldados, apoyados por aviones furtivos, helicópteros artillados y fuerzas especiales, atacaron simultáneamente objetivos militares y estratégicos.

Uno de los puntos más golpeados fue El Chorrillo, un barrio popular situado junto al Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa. Bombas, disparos y fuego arrasaron viviendas completas. Las llamas avanzaron sin control durante horas.

“Salimos corriendo con los niños descalzos. Todo estaba ardiendo”, relató años después un sobreviviente. Miles de personas huyeron hacia zonas cercanas como Santa Ana y Calidonia, mientras otras quedaron atrapadas entre los escombros.

Aunque los comunicados oficiales hablaban de “objetivos militares”, la realidad fue distinta para la población civil. Hospitales colapsaron, morgues se llenaron y muchas familias jamás volvieron a ver a sus seres queridos.

Las cifras de víctimas continúan siendo motivo de controversia. Mientras Estados Unidos reconoció un número limitado de muertes civiles, organizaciones panameñas y de derechos humanos estiman que los fallecidos fueron cientos o incluso miles. Algunos cuerpos fueron enterrados en fosas comunes, lo que hasta hoy alimenta reclamos de investigación y justicia.

El objetivo central de la invasión era capturar a Manuel Antonio Noriega, acusado en tribunales estadounidenses por narcotráfico. Durante varios días logró evadir a las tropas invasoras, hasta que el 24 de diciembre se refugió en la Nunciatura Apostólica del Vaticano.

Rodeado por tropas estadounidenses y sometido a presión psicológica —incluyendo música a alto volumen—, Noriega se entregó el 3 de enero de 1990. Fue trasladado a Estados Unidos, juzgado y condenado, marcando el final de una era militar en Panamá.

Mientras aún se combatía en las calles, Guillermo Endara fue juramentado como presidente dentro de una base militar estadounidense. Para muchos panameños, esto simbolizó el retorno de la democracia; para otros, fue una señal de pérdida de soberanía.

En los años siguientes, Panamá abolió su ejército, reformó sus instituciones de seguridad y reorganizó su sistema político. Sin embargo, el impacto social fue profundo: desplazados, pobreza, trauma psicológico y barrios enteros reconstruidos desde cero.

Durante mucho tiempo, el tema del 20 de diciembre fue silenciado o minimizado en los discursos oficiales. No fue sino hasta 2019 cuando el Estado panameño reconoció formalmente la fecha como el Día de Duelo Nacional.

Hoy existen monumentos, actos conmemorativos y comisiones que buscan esclarecer lo ocurrido. Aun así, sobrevivientes y familiares de víctimas continúan exigiendo verdad, reparación y reconocimiento pleno.

“Recordar no es venganza, es dignidad”, repiten quienes cada año marchan en silencio por las calles de El Chorrillo.

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Más de tres décadas después, el 20 de diciembre de 1989 sigue dividiendo opiniones, pero no memorias. Para Panamá, no fue solo una invasión: fue una ruptura histórica que redefinió su relación con el poder, la democracia y la soberanía.

La madrugada del fuego terminó, pero sus ecos aún resuenan en las voces de quienes sobrevivieron y en la obligación colectiva de no olvidar.

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