Vendedoras que abordan a toda persona que se acerque a su puesto, cambistas que pretenden cambiar pesos por gurdas… En el corazón de Puerto Príncipe, el mercado Hippolyte hace de todo para satisfacer a su mayor clientela: los cubanos.
En los estrechísimos pasillos donde se acumulan montañas de ropa, los únicos clientes del día son extranjeros llegados al país desde muy cerca y por muy poco tiempo.
“Compro de todo: ropa, equipos electrónicos, zapatos… En Cuba es muy caro, y, sobre todo, no existen estas ofertas”, explica Wilfriedo Sotolongo mientras verifica el tamaño de las sandalias de playa que adquirió en grandes cantidades.
Este hombre de 39 años que vive en Cienfuegos, 230 km al sureste de La Habana, estuvo en Puerto Príncipe en otras dos ocasiones. Cada uno de sus viajes dura menos de una semana y se limitan a un perímetro extremadamente reducido de la capital.
Unos metros más allá, María Carmen, que viene de la Sierra Maestra, en el suroeste de Cuba, regatea por un lote de ropa interior femenina.
“Tenemos un límite de 30 kilos por valija y no podemos comprar más de 12 artículos del mismo género: 12 remeras, 12 pantalones, 12 corpiños”, explica mientras coloca las prendas en una inmensa bolsa, sin detallar en las razones de esas restricciones.
“Cuando los vendedores nos hacen lotes de 10 no tenemos problema, nos arreglamos entre nosotros: en el avión todos nos conocemos”, dice sonriendo la mujer, de unos 40 años.
En Cuba, donde el sector privado es muy reducido aún, las tiendas estatales ofrecen poca variedad y altos precios en el país de 11 millones de habitantes. Así que más que nunca los cubanos se dan cuenta que vale la pena ir a Haití para abastecerse de productos.
Creada en 2010, la compañía aérea haitiana Sunrise viaja actualmente a La Habana, Camagüey y Santiago, en Cuba, con entre cuatro y cinco vuelos semanales, según la ciudad.
Los turistas cubanos son fácilmente reconocibles en la terminal aérea de Puerto Príncipe: todo su equipaje se compone de grandes paquetes de ropa, televisores de pantalla plana y juguetes para niños.
“Creo que los cubanos se benefician mucho, si no no vendrían tan a menudo”, dice Katia Louis, que sustituyó a su madre en el mercado Hippolyte.
“Aquí no vendemos caro, pero todo es ahora demasiado caro para los haitianos: hoy la gran mayoría de mis clientes son cubanos, por eso los quiero”, afirma esta joven de 27 años.
Cerca del aeropuerto, un barrio de la capital comienza a ser llamado “Ti Havana” (Pequeña Habana, en la lengua local).
Se trata de tres calles jalonadas por los hoteles de bajo precio frecuentados por los cubanos.
Junto a la barrera de un restaurante adornado con un retrato pintado del Che Guevara, Yamel compra accesorios para el cabello con las pocas gourdes que le quedan.
“La visa, los boletos de avión y el hotel por tres días: en La Habana tengo una agencia que se encarga de todo. Puede que sea más costosa pero es menos complicada que la embajada de Haití, donde nos hacen muchas preguntas”, remarca Yamel, que opta por no dar su apellido.
La joven dice que pagó 900 dólares por estos trámites y prefiere guardar silencio sobre cómo pudo costearse un paquete tan elevado. Incluso el salario de un médico en Cuba no supera los 30 dólares.
Como sus compatriotas, Yamel, que está realizando su quinto viaje a Haití, se niega a explayarse sobre el uso que dará a sus adquisiciones.
“Todo es para mí, y también para mi familia”, antes de hacer el gesto de silencio con un dedo sobre sus labios, sugiriendo que es otra la verdad.
Pese a la inseguridad reinante en las inmediaciones del mercado, producto de enfrentamientos entre bandas rivales, Yamel pretende continuar su comercio entre ambas islas: “Cuba y Haití son una misma familia”, dice.